Dicen los terapeutas que es un error. Lo dicen ellos y otros expertos en ciencias y en física; que los poetas que cantaban odas al poder de los besos no hablaban por hablar. Trazan, los expertos, un recorrido inequívoco entre aquellos versos de Gustavo Adolfo Bécquer -que daba un mundo por una mirada y un cielo por una sonrisa, pero ignoraba lo que daría por un beso. y la certeza de Raymond Chandler, que aseguraba que el primer beso era mágico, el segundo íntimo y el tercero rutinario. Y en el camino que va entre el poeta y el escritor es donde se encuentra la clave de la equivocación: que no es un medio, dicen, sino un fin en sí mismo; que besar los labios de alguien es convertirlos en objeto de nuestro deseo; que una inmensa parte de nuestro cerebro está dedicada a nuestros labios, de modo que al besar se desencadena una tempestad bioquímica que nos lleva al cielo o al infierno, y nos hace sentir capaces de todo si lo logramos y nos hace pensar que no somos nada si no alcanzamos nuestro botín.
Y, sin embargo, ahí estamos, cualquiera de nosotras, con nuestro medio limón, frente a la mesa del terapeuta. ¿Cuánto hace que no se besan? Y seguramente no sabremos qué contestar, porque nos hemos besado hoy, o ayer. Pero no. Quizá si recordásemos no sólo lo que puede pasar si no nos besamos, sino lo que significa un beso, no estaríamos en la consulta, sino en un sofá, comiéndonos la boca a la manera de Cortázar en Rayuela: "[...] Acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella". Besándonos. Ay.